La madrugada del 26 de abril de 1986 marcó un antes y un después en la visión que se tenía de la energía nuclear para fines pacíficos: el reactor ubicado en Chernóbil, al norte de Ucrania, frontera con Bielorusia, sufrió un desperfecto mientras se realizaban tareas de mantenimiento, y una fisura comenzó a expeler una nube tóxica que, en cosa de horas, acabó con la vida de centenares y luego miles de seres humanos. La nube, arrastrada por el viento, inundó campos y valles, no sólo en la ex Unión Soviética, sino también en una buena parte de Europa.
Bajo la lógica de la guerra fría, los mandamases del Kremlin mantuvieron la fuga en secreto por al menos 3 días, pese a que sofisticados aparatos de medición de Occidente ya habían detectado elevados niveles de radiactividad en la zona.
Una vez dada la alerta, el pánico se apoderó de millones de rusos y europeos, y las alarmas se encendieron desde los Urales hasta el Mediterráneo, aunque ya era demasiado tarde: la palabra Chernóbil se asoció con irresponsabilidad, muerte y destrucción, y aún hoy las secuelas se miden en enfermos de cáncer, muertos y ciudades fantasmas.
Chernóbil es una palabra ucraniana, “polin girkii”, que traducida al castellano significaría altamisa amarga o ajenjo, que abunda en la zona, aunque desde ese fatal accidente se relaciona con devastación absoluta, y no con la inocente planta que Hipócrates recomendaba para uso terapéutico y Artemisa, diosa de la fecundidad, le dio su nombre en reconocimiento a sus propiedades curativas.
El reactor ucraniano, luego de heroicas acciones de obreros e ingenieros locales, que perdieron la vida a consecuencia de la contaminación, y tras semanas de batallar contra un enemigo letal e invisible, fue sellado, y el mundo observó impactado, una vez más, aunque ahora en tiempos de paz, cómo un elemento creado por el hombre puede ocultar tanta desgracia y destrucción en tan poco tiempo.
Durante su reciente visita a Francia, el presidente Sebastián Piñera –luego de enseñar hasta el cansancio el papelito de los mineros que estuvieron atrapados en Copiapó- mantuvo conversaciones con su homólogo Sarkozy, empresarios y científicos galos, acerca de la posibilidad de adquirir la tecnología suficiente para utilizar energía nuclear en Chile.
Lo anterior, pese a que durante su campaña el primer mandatario se opuso tenazmente a la construcción de ese tipo de fuente energética en nuestro país debido a los riesgos que implica, optando, según afirmó, por energías limpias, renovables.
Chile es un país altamente sísmico, con eventos periódicos de envergadura y que no cuenta con recursos humanos en tecnología nuclear. Ello se aprende, dirán los proclives a tal modificación en la matriz energética chilena, pero los rusos también habían aprendido mucho antes, y los norteamericanos, y los japoneses, y brasileros, etc., y todas sus instalaciones, en distintas fechas, han sufrido averías, algunas con efectos mortales.
En la actualidad, menos del 4 por ciento de la energía eléctrica en América Latina proviene de fuentes nucleares, con plantas situadas en Brasil, Argentina, México y, próximamente, Venezuela, si es que fructiferan las negociaciones con Irán o Francia. O ambos países.
La vida útil de las centrales se estima en 15 a 20 años, y pretenden alargarlas a 50 o más, pero los desechos tóxicos que generan, además de ensuciar y representar un riesgo para la salud humana y el medio ambiente, no sólo permanecen miles de años sobre la tierra, también se “exportan” a países pobres, a cambio de una rebaja en la deuda externa o “ayudas”: simplemente inmoral.
ACCIDENTES Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN
Brasil posee la sexta mayor reserva de uranio en el mundo –además de inmensos recursos naturales que están en la mira de EE UU, Europa, China y Japón- y varias de sus instalaciones, cercanas a Río de Janeiro y otras zonas, han sufrido desperfectos cuyo secretismo impide que la opinión pública sepa qué sucedió. Lo mismo ha ocurrido en Estados Unidos, Rusia y otros lugares.
A modo de ejemplo, en 1987, en Goianía, Brasil, lugareños hallaron botada en un vertedero una máquina desconocida. Por curiosidad, manipularon un polvo azul que desprendía el artefacto: se trataba de Cesio 137. Más de 300 personas murieron afectadas por la radiación, y sus restos fueron sepultados en ataúdes de plomo de 608 kilos, bajo gruesas capas de cemento. Jamás hubo explicación oficial ni del número de personas afectadas.
En septiembre de 1957, en una planta de almacenamiento, en Kishtin, la explosión de un contenedor de 160 metros cúbicos contaminó más de mil kilómetros cuadrados. Un total de 10 mil habitantes debieron ser definitivamente evacuados de sus viviendas. 10 años más tarde, como consecuencia de una sequía, el lago cercano al lugar dispersó, en forma de polvillo radiactivo, el veneno: otros mil 800 kilómetros cuadrados forman parte hoy de un paisaje sin vida animal, vegetal o humana.
Sería largo enumerar incidentes muchas veces acallados por los medios de comunicación y los respectivos gobiernos, los cuales invocan aspectos de “seguridad nacional o defensa” para evitar la difusión de esas catástrofes. A modo de comentario: basta recordar la invisibilización, por parte de la televisión y medios en general en Chile, del tema Mapuche, o la actual huelga de trabajadores de Farmacias Ahumada, para formarse una opinión de cómo actuarían si de enormes intereses económicos se tratara.
En el mundo funcionan poco más de 430 plantas nucleares en una treintena de países, 7 de los cuales operan en América Latina, cuya principal fuente energética proviene de hidroeléctricas y combustibles fósiles.
La demanda de electricidad a escala mundial se duplicará en 2030, y aunque luego del desastre de Chernóbil la inversión en energía nucleoeléctrica descendió notoriamente, por temor a los riesgos, hoy se alzan voces que exigen mayor diversificación: argumentos económicos, políticos, de mercado y el inevitable agotamiento del petróleo sirven de acicate a esas propuestas, que además de permitir el aporte ininterrumpido de electricidad, implicarían un retraso en el fenómeno del calentamiento global.
La comisión Zanelli, designada durante la administración de la ex presidenta Bachelet, ha realizado estudios técnicos para evaluar futuras opciones de energía nuclear en Chile, pese a que la ex mandataria dejó muy en claro, durante su campaña y su gobierno, que no integraría ese tipo de energía en la matriz energética del país.
El ex presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle, así como el actual inquilino de La Moneda, optarían por la energía nuclear, de modo tal que no sería extraño verlos a ambos en futuras campañas pro instalación de centrales. El punto es, entre otros, dónde se instalarían, y ahí habría que considerar aspectos políticos, de gobierno y cuestiones de Estado.
LEGADO A FUTURAS GENERACIONES
El conflicto Estado de Chile versus Mapuches, fue una solución negociada. Los comuneros que estuvieron en huelga de hambre estaban dispuestos a sacrificarse por la causa que implica reconocimiento a derechos ancestrales, entre otros aspectos. ¿Qué sucedería si, a mediano plazo, este u otro gobierno negocian devolución de tierras y reconocimientos a cambio de la instalación de centrales nucleares en el sur del país? ¿O si, a largo plazo, se constituye una “Nación Mapuche”, cuyos representantes –no necesariamente los comuneros que participaron de la huelga o sus seguidores- “negocian” con el Estado chileno? Esas son variables a considerar, pues en última instancia será una decisión política, más que técnica, la que zanje el tema.
En Chile es conocido el rol que juegan los medios de comunicación al servicio no de la opinión pública, sino que de intereses políticos, económicos o de clase, razón suficiente para adivinar cuál será su postura. Además de aquello, no debemos olvidar que consorcios norteamericanos y especialmente europeos –españoles- han adquirido cadenas de radioemisoras, televisión, diarios, con el claro objetivo de silenciar eventuales reclamos o denuncias futuras de la ciudadanía u organizaciones medioambientalistas. El grupo Luksic, probablemente inversor en centrales nucleares u otros negocios muy rentables, es propietario de Canal 13. Sólo quedan medios alternativos, con escaso impacto nacional y acosados.
Finalmente, sería bueno algunos datos, para iniciar un debate: existen residuos de alta, media y baja actividad. Entre los primeros, los que produce la minería, menos peligrosos pero más voluminosos. Un reactor medio genera seis mil 220 metros cúbicos a lo largo de su vida útil. Los de alta actividad son gestados por las centrales nucleares y emiten radiación de elevada toxicidad durante miles de miles de años; por ejemplo, el plutonio 239, isótopo radiactivo creado por el hombre para fabricación de bombas atómicas (no existía previamente en la naturaleza). Un sólo gramo causa la muerte de un millón de personas y emite radiactividad durante 25 mil años.
La historia de la cultura de la Humanidad no sobrepasa los 10 mil años. Hace 5 mil años el Sahara era un vergel; hace 10 mil años, en Francia y centro de Europa, había volcanes activos, y hace apenas 7 mil años, no existía el canal de la Mancha.
La radiactividad no huele, no se ve ni se oye; solamente se puede detectar con ciertos contadores cuando es demasiado tarde, y ni las futuras generaciones ni la Tierra se merecen un legado de muerte en aras de un supuesto progreso material, impulsado por la voracidad de especuladores y empresarios inescrupulosos, así como de políticos cortoplacistas.
Si no nos informamos y actuamos hoy, no será precisamente el aroma del ajenjo el que cubra de destrucción y muerte este país largo y flaco.
Por Enrique Fernández Moreno
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